lunes, 12 de mayo de 2014

BLANCO Y ROJO

Parece una locura que recuerde ciertas cosas, pero sé que aunque sean fantasías mías, eran parte de la realidad que vivíamos. El día en que nacimos, papá venia conduciendo y nosotras tres íbamos en el asiento trasero. Yo escuchaba todo desde adentro, el ruido de las frenadas y aceleradas que pegaba, se notaba que estaba nervioso. Mi hermana flotaba a la derecha. La amaba y ella a mi. Pero claro, en ese momento todo estaba oscuro.
Llegamos al hospital y todo paso muy rápido. Antes de que pudiera despedirme estábamos ambas afuera en el aire y probé la luz por primera vez. Si hubiéramos chocado con el auto no hubiera sido menos fuerte que eso.
Nunca conocí a mama, creo que por eso empezaron mis sospechas. Ella nos había robado los colores a ambas, yo lo sabía. Con ella me refiero a mi hermana, Elisabeth.
Elisabeth y su cabello rojo. Elisabeth y su piel con pecas marrones. Elisabeth y sus ojos ámbar que cambiaban con el tiempo.
¿Sabes de qué color es la luz del sol? Algunos, cuando dibujan nuestra estrella, la hacen amarilla, o roja, o naranja. Pero no, la luz del sol es blanca. Por eso cuando ponemos una hoja blanca a la luz del sol, la seguimos viendo blanca. Así soy yo, como el papel, como la luz que no me puedo permitir, blanca.
Vivíamos en una casa gigante que mi papa había heredado de sus abuelos. Era toda de madera y tenía ventanas casi tan grandes como las paredes mismas. Con el tiempo papá fue tableando todas y cada una de ellas. Quería que me sintiera cómoda, normal.
Imagínense que alguien les hubiera robado todo lo que tenían, todo lo que podrían haber sido. Y encima estar condenados a vivir con esa persona mientras les refriega en la cara todo lo que jamás volverá a uno.
Yo sabía donde estaban mis colores. Mis colores se encontraban dos puertas a la izquierda, subiendo la escalera.
Cuando desayunábamos juntas, mi hermana siempre me lo hacia notar. Con sus ojos ámbar se colocaba en las sombras, queriendo ponerse en contraste, para que sus colores brillen más que nunca. Y me miraba, eso era todo. Era lo único que necesitaba.
A veces, por la noche, me acercaba a su cama y mientras ella dormía yo posaba mi mano sobre su pecho, escuchando sus latidos, viendo si todavía estaban ahí. Y los contaba uno por uno.

Violeta. Azul. Verde. Amarillo. Naranja. Rojo.

Los susurraba una y otra vez. La luz de la luna entraba por la ventana, se mezclaba con mi hermana y formaba diferentes tonalidades.
Entonces sabia que iba a amanecer y yo dejaba de susurrar.

Cuando cumplimos trece años dejé de ir a la escuela. Ese fue el año donde las formas también se empezaron a ir de mi vida. Mis ojos blancos poco a poco me dejaban. Yo sabía que en algún momento no vería nunca más a mi hermana, y con ella a mi misma.

Una noche abrí los ojos en la oscuridad, como siempre. Recorrí todo el pasillo descalza hacia la habitación de Elisabeth. Llegue al umbral de la puerta y me detuve en seco.
Ella estaba despierta, mirándome desde lo ámbar. Ella sabía a que venía, lo supo todo el tiempo.
Cerré la puerta tras de mi. Ahora éramos solo ella y yo. Y el silencio, que de tanto tiempo que habíamos compartido con él ya era casi nuestro hermano.
Atravesé su cuello con lo primero que tuve a mano, un pequeño lápiz, de esos que se usan en los diarios íntimos. Y luego nos abrazamos como nunca antes.

Todos mis colores se iban de su cuerpo de a poco. Solo pude tocar el rojo, pero con eso fue suficiente. La amaba y ella a mi. Pero claro, en ese momento todo estaba oscuro.


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