Trabajo en una fábrica. Le decimos “La fabrica de ancianos”. En realidad no fabricamos ancianos, eso seria ridículo, lo que se fabrica ahí, son años. Años enteros compactados y listos para consumir.
Básicamente el sistema es este: procesamos un año, con todo lo que ello conlleva (diseño, fabricación, etcétera). Luego lo envasamos en grandes latas parecidas a aquellas donde venían antes las galletas, cúbicas y con una “ventana” en forma de círculo en la parte frontal donde se puede ver el interior. A veces la empresa contrata artistas de todo el mundo para que decoren las latas de forma “bonita”, como si porque un año viniera con un exterior de colores, fuera a ser bueno. Pero la gente compra cosas con teorías extrañas. Después de eso, la lata llega al consumidor, éste la abre y tiene en un instante un año de su vida, la calidad del año dependía del precio pagado.
Le decimos “La fabrica de ancianos” porque las latas son adictivas, por mas malos que sean los años la gente no para de comprarlos. Hay gente que se gasta cinco o seis latas en una sola vuelta terrestre.
En casos extremos la gente muere demasiado rápido, o envejece a tal punto que terminan siendo jóvenes vegetales. Esto es muy complicado porque las personas que trabajamos allí no escapamos a esta locura.
Mi puesto es el de “control de calidad”. No es un puesto fácil de sobrellevar por que la fabricación de años es un proceso muy minucioso y complejo. Una situación a la que tenemos que enfrentarnos siempre es al sabotaje. Una gran facción del grupo de trabajadores está descontento con las condiciones laborales y en respuesta sabotean el ensamble de años. Uno puede encontrar cualquier espanto en el fondo de esas latas, cosas que no me gustaría que le pasaran a nadie: asesinatos, crisis financieras, amores no correspondidos, guerras, etcétera.
En la “La fábrica de ancianos” yo soy el mas anciano. La gerencia lo sabe, y esta mañana me dio mi lata de jubilación. Según ellos, es el año mas hermoso que fabrican; es también tu último año. Una vez abierto tus ojos caen en la última historia. Normalmente, un corazón humano late setenta y dos veces por minuto, ciento tres mil seiscientos ochenta veces por día, treinta y siete millones ochocientos seis mil setecientos latidos por año. Cuando uno abre una lata lo que siente son treinta y siete millones ochocientos seis mil setecientos latidos en un segundo, treinta y siete millones ochocientos seis mil setecientas imágenes en el cerebro.
Y yo, ahora, con mis últimas imágenes en la mano, bajo la escalera, me siento en una silla fría y la abro. Por que no conozco otra forma de vivir más que la de abrir latas.
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